¿Y
si Jesús nunca existió?
Desde
hace mucho tiempo se viene buscando una prueba arqueológica que
asegure sin lugar a dudas la existencia de Jesús de Nazaret. Porque
no existe ninguna, a pesar de la gran cantidad de reliquias que
circulan por el mundo.
Por
Miguel Ángel Sabadell
Astrofísico
y divulgador científico
18.02.2023
| 12:00
Existen
una cantidad ingente de falsas pruebas relacionadas con la vida de
Jesús: trozos de la cruz (el más grande se conserva en el
Monasterio de Santo Toribio de Liébana, Cantabria), el prepucio de
Jesús, el Santo Grial... o las dos más polémicas y sobre las que
más tinta se ha vertido, la Sábana de Turín y el Sudario de
Oviedo, y que se ha demostrado que son falsificaciones medievales.
En
ausencia de restos físicos la mirada debe volverse a las fuentes
escritas, y aquí tampoco es que haya mucho donde escoger. Puede
parecer sorprendente pero las únicas 'pruebas' de la existencia de
Jesús vienen de quienes lo consideraron Hijo de Dios, sus propios
seguidores, los desconocidos autores de los evangelios de Marcos,
Mateo, Lucas y Juan. Ahora bien, el más antiguo de todos, el de
Marcos, se escribió hacia el año 80, medio siglo más tarde de los
eventos que narra. Por tanto, ninguno de los autores de los
evangelios fue contemporáneo de Jesús, todos escribieron de oídas.
Estamos ante lo que los historiadores llaman 'fuentes secundarias'.
En este caso la pregunta clave es: ¿son históricamente fiables?
La
falsa historicidad de los evangelios
Hasta
mediados del siglo XVIII nadie ponía en duda la autenticidad
histórica de los evangelios: eran textos inspirados por Dios que
conservaban casi literariamente los hechos y dichos de Jesús. Las
sonoras diferencias entre ellos, decían, eran producto de haber sido
escritos desde distintos puntos de vista. Pero entonces entró en
juego Hermann Samuel Reimarus, un profesor de lenguas orientales de
Hamburgo que dejó escrito un manuscrito que nunca publicó por
miedo. Tras su muerte su discípulo G. E. Lessing publicó en 1774,
sin firma, siete fragmentos del mismo. De ellos, el más polémico
fue el titulado Acerca del objetivo de Jesús y sus discípulos. Para
Reimarus el Jesús de los evangelios es un fraude: defendía que
Jesús fue un mesías político que predicó la inminencia del reino
de Dios y la liberación del yugo romano, pero fracasó. Los
discípulos hicieron frente al desastre inventándose la resurrección
y la parusía, su segunda venida como Señor. Es obvio que los siete
fragmentos publicados fueron prohibidos por las autoridades, pero la
semilla de la duda estaba plantada.
Los
Evangelios
En
1835 aparecía Vida de Jesús del filósofo David Friedrich Strauss,
discípulo de Hegel. Allí defendía que los relatos evangélicos no
eran más que mito, una narración destinada a explicar una idea, la
proyección de lo creado por los discípulos. Son, por tanto, libros
de fe sin ningún valor histórico. El siguiente golpe a la boca del
estómago de la historicidad de los Evangelios lo dio en el primer
año del siglo XX el teólogo alemán Wilhelm Wrede al llamar la
atención sobre un aspecto que hasta el momento había pasado
desapercibido: el secreto mesiánico subyacente al evangelio que
sirvió de base al resto, el de Marcos. Leído con cuidado, en él
Jesús duda de su divinidad y siempre pide silencio sobre sus
milagros y su misión mesiánica. El mazazo para quienes vieron en
Marcos un testimonio histórico fue mortal. Para Wrede, Marcos usa el
secreto mesiánico como un recurso literario que esconde una
intención teológica y catequética. No hay nada -o muy poco- de
historia.
De
aquí a decir que es imposible saber nada acerca de Jesús solo había
un paso, y lo dio el teólogo más influyente de la primera mitad del
siglo XX, Rudolf Bultzmann. Su objetivo era la desmitologización
completa de la figura de Jesús. Para este teólogo luterano los
evangelios no eran otra cosa que testimonios de fe. Es más, el
fundamento del cristianismo no era Jesús sino la predicación de la
comunidad primitiva. La consecuencia es obvia: no podemos saber nada
de la vida de Jesús.
Jesús,
el mito
Entonces,
en la década de los 1990 otros investigadores dieron un paso más
allá y empezaron han empezado a defender que el Jesús de los
evangelios es un mito, una completa invención. Para el teólogo
Robert M. Price la narrativa sobre Jesús sigue la de los mitos de
Oriente Medio sobre los dioses moribundos y ascendentes, como Baal,
Osiris, el griego Atis, Adonis, o el babilonio Tammuz. Estamos, dice,
ante una religión mistérica más, una de las muchas que aparecieron
por la zona en aquellos tiempos. Tal era la situación entonces que,
los primeros apologistas cristianos -así se llama a aquellos que
buscan argumentos racionales para defender la fe- vieron que había
fuertes similitudes entre los rituales del mitraísmo y los del
cristianismo. Para resolver el problema afirmaron que los rituales
mitraicos eran copias malvadas de las cristianas: Tertuliano, que
vivió entre el siglo II y III, escribió que eran una falsificación
creada por el Diablo para atacar a Jesús.
Los
mitólogos no son un grupo monolítico: cada uno tiene su propia idea
de cómo surgió el mito de Jesús. Burton Mack, profesor emérito de
Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de Claremont,
California, defiende que tras el fracaso de los primeros seguidores
de Jesús apareció un culto nuevo en un ambiente greco-romano: El
Cristo de Pablo. Es en este entorno donde surgen las nociones de
resurrección y ascensión a los cielos; es el Jesús divino, a
imagen y semejanza de los héroes griegos. El autor de Marcos, un
cristiano de segunda generación, implementa toda esta visión en su
evangelio en el cual sólo hay de cierto la última cena y la
crucifixión.
Más
colorista fue la hipótesis expuesta por John M. Allegro, un
respetado filólogo semítico y el único investigador no creyente
que formó parte del primer equipo que tradujo los manuscritos del
mar Muerto. En su libro El hongo sagrado y la cruz (1970) defendió
la idea de que Jesús no era un ser humano sino el nombre en clave
del hongo alucinógeno amanita muscaria que los esenios y otros
grupos religiosos judíos utilizaban para entrar en comunión con la
divinidad. El cristianismo nació, para el difunto Allegro, como
efecto de las visiones producidas por este hongo. ¿La consecuencia
de este libro? Le costó su carrera.
¿Pruebas?
Los
defensores de la hipótesis mítica de Jesús argumentan que una
prueba de que estamos ante una invención es que los textos
cristianos más antiguos que se conservan, las cartas de Pablo, en
ningún momento hacen referencia a un Jesús histórico, sino que
solo hablan de un Cristo místico. Solo cuando fue pasando el tiempo
y sus seguidores empezaron a preguntarse sobre él llegaron los
evangelistas, que dieron forma al personaje. Solo así, dicen, se
pueden explicar las inconsistencias en las descripciones de su vida y
muerte. Por ejemplo, las escenas del nacimiento que narran Mateo y
Lucas son contradictorias entre sí: para Lucas la familia de Jesús
vivía en Nazaret y viajó a Belén; para Mateo, Jesús nació en su
casa, en Belén. La situación empeora cuando se consideran momentos
clave en la vida de Jesús, como cuánto tiempo estuvo predicando
(uno o tres años), o cuándo fue ajusticiado. ¿Cómo es posible que
los evangelios se contradigan a la hora de señalar el momento más
importante que conforma su fe? Incluso las imágenes de Jesús que
dan los distintos evangelistas son totalmente irreconciliables: para
Marcos es un ser humano que duda y sufre; para Juan, en palabras del
escritor David Fitzgerald, “es un Superman sin Clark Kent”.
Inspiración
griega
La
historicidad del evangelio de Marcos -el más antiguo y al que copian
con profusión Mateo y Lucas- queda aún más en entredicho si
tenemos en cuenta el trabajo del profesor del Seminario Teológico
Claremont en California, Dennis MacDonald: Marcos se inspiró en la
Ilíada y la Odisea. Para ajustar su relato a las aventuras marítimas
de estos dos clásicos el evangelista convirtió el tranquilo lago
Tiberíades en el mar de Galilea, donde Jesús y sus discípulos
batallan contra una feroz tormenta de altas olas, siguiendo la
tradición marinera de las dos obras griegas.
Sea
como fuere, lo cierto es que a pesar de todos estos esfuerzos,
tampoco hay pruebas suficientes para concluir que estamos ante una
figura mítica sin base histórica: las espadas siguen en alto.
Fuente:
https://www.muyinteresante.com/historia/59663.html
_____________________
¿De
verdad existió Jesús de Nazaret?
El
debate más encendido en los estudios del cristianismo primitivo es
el referido a la historicidad de Jesús. ¿Existió realmente Jesús,
nacido en Galilea y sacrificado por las autoridades romanas?
Luis
Cortés Briñol
21.04.2022
| 16:07
Unos
dos mil millones de personas en todo el mundo se declaran cristianas.
Ortodoxos, católicos, protestantes y anglicanos, junto al resto de
variantes del cristianismo, tienen en común la figura de Jesucristo.
Para los creyentes, Jesucristo es Dios.
La
pregunta por la existencia de Dios no tiene sentido histórico, en la
medida en que no cabe ser respondida por la historia. Será cuestión
de fe creer o no en Dios. Así como también será cuestión fe creer
o no en Jesucristo, persona divina, híbrido entre el Cristo
celestial de los evangelios y una persona humana, Jesús.
El
caso de Jesús de Nazaret es diferente, ya que es descrito como una
persona de carne y hueso sobre la que cabe preguntarse si existió
realmente o no. Cuestión que mantiene vivo un intenso debate en los
círculos académicos teológicos e históricos, especialmente desde
finales del siglo XIX y comienzos del XX.
La
hipótesis del mito de Jesús
Entre
quienes plantean que Jesucristo no tiene un fundamento real e
histórico en una persona humana, están los defensores del origen
mítico de Jesucristo. Según ellos, la figura cristiana conocida
como Jesucristo no tuvo como referente a un predicador terrenal
llamado Jesús, porque, sencillamente, tal predicador nunca existió.
Los
argumentos de esta hipótesis son variados, pero sus defensores
suelen coincidir en algunos aspectos clave. En primer lugar, no hay
evidencias arqueológicas directas de la existencia de Jesús.
Tampoco escribió -que sepamos- nada, ni existen relatos
contemporáneos a Jesús que lo mencionen. Todas las referencias
históricas de Jesús con las que contamos se compusieron décadas
más tarde de su muerte, la mayor parte entre 50 y 70 años después
de morir Jesús.
Los
evangelios incluidos en el Nuevo Testamento de la Biblia, Mateo,
Marcos, Lucas y Juan, narran la vida, ministerio, crucifixión y
resurrección de Jesucristo. Aunque son, junto con las cartas de
Pablo, la principal fuente de información biográfica sobre Jesús,
ninguno de sus autores fue testigo de los acontecimientos narrados.
Hechos que presentan no pocas contradicciones.
En
segundo lugar, la hipótesis del Jesús mítico suele sostener que
Jesús comenzó siendo una figura alegórica y simbólica del mesías
que, idealizado como ser celestial, se revistió después de una
historia inventada, producto de interpretaciones erróneas. Incluso
hay quienes apuntan a que Jesús es en realidad una amalgama de
personas combinadas en una sola figura.
Uno
de los autores más influyentes en la tradición del Jesús
mitológico fue el historiador y filósofo de la religión alemán
Arthur Drews, que revolucionó el estudio en este campo con la
publicación de su libro El mito de Cristo (1909), en el que negó la
existencia de un Jesús histórico. Sus tesis son avaladas en buena
medida por el escritor canadiense Earl J. Doherty y el profesor
estadounidense Richard Carrier, actuales representantes de la
hipótesis del mito de Jesús.
No
obstante, están en minoría. La mayor parte de los expertos actuales
en cristianismo primitivo defienden la existencia de un Jesús
histórico. Y lo hacen al margen de sus creencias personales.
Contra
el mito, la hipótesis del Jesús histórico
Para
esclarecer un poco la figura del Jesús histórico es preciso hacer
un análisis lo más objetivo posible, comparar las fuentes y
elaborar una profunda crítica textual, que requiere un dominio de
lenguas clásicas, especialmente el griego antiguo (en el que están
escritas las versiones más antiguas conservadas del Nuevo
Testamento), el hebreo bíblico y el latín. Todo ello para
distinguir al Jesús del evangelio (Jesucristo) del Jesús histórico.
Una
de las claves que permiten a los especialistas sostener, de forma
razonable, la existencia de Jesús de Nazaret es lo que se conoce
como criterio de atestación múltiple, a veces llamado método
transversal. Dicho método consiste en dar más fiabilidad a los
acontecimientos históricos que sean informados por más fuentes,
sobre todo si son fuentes lo suficientemente diversas e
independientes.
En
el caso del Jesús histórico, obtenemos las pistas más valiosas en
las fuentes no cristianas; concretamente, de autores romanos que
mencionan a Jesús en sus obras: Suetonio, Plinio el Joven, Flavio
Josefo y Tácito. Los dos últimos son de especial relevancia.
El
historiador romano de origen judío nacido en Jerusalén Flavio
Josefo (c. 37 - c. 100), menciona a Jesús en dos ocasiones, en su
monumental obra Antigüedades judías (Ιουδαϊκή αρχαιολογία,
en griego antiguo). Algunos de los pasajes de las citas fueron
interpolados por autores cristianos, que añadieron información con
posterioridad, lo que invalida parcialmente los testimonios. En
cambio, otros son considerados genuinos por parte los eruditos
modernos.
También
el historiador y senador romano Tácito (c. 55 - c. 120) menciona a
Jesús, en sus Anales, señalando que Cristo “sufrió la pena
extrema durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros
procuradores, Poncio Pilato”. Que aluda a la crucifixión de Jesús
tiene un notable valor, dada la fama de historiador escrupuloso que
tenía Tácito y, sobre todo, porque despreciaba con encono al
cristianismo. Casi todos los expertos actuales consideran que el
pasaje es genuino, atendiendo a que el lenguaje y estilo son
distintivamente tacitanos.
Bautismo
y crucifixión, las dos claves de la historicidad de Jesús
Que
ni siquiera los opositores romanos a la naciente secta cristiana
negaran al Jesús humano, es un signo de historicidad, a juicio del
experto estadounidense en estudios bíblicos y Nuevo Testamento Bart
Ehrman, para quien la crucifixión es uno de los pasajes clave en la
vida del Jesús histórico.
La
hipótesis de un Jesús mítico parece difícil de sostener si
tenemos en cuenta que la tradición judía, anterior al comienzo del
cristianismo, era ajena a la idea de un mesías crucificado. No solo
eso, sino que fallecer en la cruz era, para los judíos, la más
degenerada y vergonzosa de las muertes.
Si
realmente nunca hubo un Jesús histórico, resulta difícil explicar
de dónde proviene este extraño elemento de la crucifixión, sin
precedentes en la tradición judía y tan inconveniente en el relato
sagrado. Una forma de explicar que su mesías fuera crucificado es
que un hombre real, un judío, fuera en efecto clavado a la cruz. Un
judío que, además, se proclamó el mesías, el rey. Motivo por el
que su cruz pudo llevar grabada la inscripción latina INRI (Iesus
Nazarenus Rex Iudæorvm, “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”).
Por
estas razones, Ehrman señala que, si bien los estudiosos discrepan
respecto de muchos episodios concretos de los relatos bíblicos (que
son relatos teológicos antes que históricos), suelen concordar en
la fiabilidad histórica de dos momentos muy marcados de la biografía
del nazareno: la ya citada muerte en la cruz y el bautismo.
El
bautismo de Jesús recibe un tratamiento dispar en los evangelios.
Por ejemplo, en el evangelio de Marcos, el más antiguo de los
evangelios canónicos, Jesús es descrito yendo al río Jordán y
siendo bautizado por Juan el Bautista. En cambio, en el evangelio de
Juan, Jesús es representado como un mesías preexistente, un ser
místico y celestial, por lo que la idea misma de que Juan el
Bautista bautice a Jesús resulta bastante incómoda para Juan el
evangelista. Que haya versiones distintas, escritas en momentos
diferentes de un naciente cristianismo, es un indicio de que el
bautismo y la crucifixión de Jesús pudieron suceder de verdad.
Para
autores como el catedrático español Antonio Piñero, filólogo
clásico y reconocido experto en cristianismo primitivo, el consenso
prácticamente unánime de los eruditos de la antigüedad más
competentes, sean o no cristianos, es que Jesús fue una persona
real, un predicador judío que nació seguramente en Nazaret
(Galilea, en la zona norte del actual Estado de Israel), en el siglo
I.
Si
atendemos a la voz cantante entre los más reputados expertos del
mundo en la materia que nos ocupa, parece probable, en conclusión,
que Jesús existió de verdad. No el Jesucristo de los cielos, sino
un hombre sencillo, de carne y hueso, un judío fariseo llamado
Yeshua ben Yosef (Jesús, hijo de José), que fue carpintero, tuvo al
menos un hermano, recibió el bautismo por parte de Juan, fue seguido
por discípulos y, al final de su vida, creyó ser el mesías-rey que
Israel esperaba, razón por la cual fue condenado por sedición.
Ajeno
a cualquier deseo de fundar ninguna religión, ese Jesús histórico
nunca fue consciente de que su figura, discutida hasta la saciedad,
inspiraría la religión en la que se educan miles de millones de
personas en todo el mundo, dos milenios después de que exhalara por
última vez.
Referencias:
Carrier,
R. 2014. On the Historicity of Jesus. Why we might have reasons for
doubt. Sheffield Phoenix Press.
Dawes,
G. W. 2019. The historical Jesus quest: a foundational anthology.
BRILL.
Piñero,
A. (coord.). 2008. ¿Existió Jesús realmente? El Jesús de la
historia a debate. Raíces.
Piñero,
A. 2019. Aproximación al Jesús histórico. Trotta.
Puente
Ojea, G. 2008. La existencia histórica de Jesús: Las fuentes
cristianas y su contexto judío. Siglo XXI editores.
Fuente:
https://www.muyinteresante.com/historia/36406.html
_________________
Jesucristo,
entre el mito y la historia
La
vida del fundador del cristianismo transcurrió entre los reinados de
Augusto y Tiberio. Más tarde, Claudio expulsó de Roma a sus
seguidores, aunque fue Nerón quien se llevó la tal vez injusta fama
de perseguirlos. Hoy, no cabe duda de la historicidad de Jesús, pese
a que poco se sabe de él más allá de las fuentes evangélicas.
Fernando
Cohnen
03.03.2020
| 00:00
El
nacimiento de Jesús hubo de producirse en torno al año 4 o 5 a.C.
en la aldea galilea de Nazaret. La tradición cristiana afirma que
sus padres se llamaron José y María, y es probable que tuviera
varios hermanos.
En
sus años de infancia, Herodes el Grande gobernaba Judea con mano de
hierro gracias al apoyo de Roma, cuyos senadores le dieron carta
blanca para controlar las sesiones de la asamblea de Jerusalén,
manejar a su antojo el poder religioso y llevar a cabo grandes
construcciones, como el Segundo Templo de la capital hebrea y las
fortalezas de Masada y Herodión. Si los judíos criticaban a Herodes
por su afán de ajustar las tradiciones de su pueblo a los parámetros
de la cultura grecorromana, el emperador Augusto estaba encantado con
su férreo gobierno, ya que evitaba revueltas y tensiones en la
región. Sin duda, su reinado proporcionó estabilidad a Judea, pero
en sus últimos años de vida el monarca se comportó como un
paranoico que veía enemigos en todas partes, incluso en su propio
palacio. Así, convencido de que su esposa Mariamme le había
engañado con otro hombre, Herodes ordenó asesinarla.
Su
hijo mayor, Antípatro, inició un complot para acabar con su enfermo
y desquiciado padre. Pero la conspiración llegó a oídos del rey,
quien acusó a su primogénito de traición, por lo que fue
encarcelado y ejecutado. Herodes el Grande murió en el año 4 de
nuestra era, cuando Jesús debía tener unos diez años de edad. El
emperador Augusto resolvió la sucesión en el trono judío
dividiéndolo entre sus tres hijos. A Arquelao le concedió el
control sobre Judea, Idumea y Samaria; a Herodes Antipas, el de
Galilea y Perea, y a Filipo, unas tierras menores. El gobierno de
Arquelao fue un desastre, y el emperador lo destituyó en el año 6,
convirtiendo sus territorios en una provincia romana al mando de un
prefecto.
La
caída en desgracia de Arquelao coincidió con el levantamiento de
Judas de Gamala en Galilea, que pronto fue liquidada por la poderosa
maquinaria bélica del Imperio. Al fallecer Augusto en el año 14, el
poder de Roma pasó a manos de Tiberio, uno de los hombres más
capacitados de la aristocracia romana, cuyas habilidades militares
habían quedado demostradas en sus campañas en las regiones
septentrionales del Imperio, aunque el Senado siempre lo percibió
como un tirano. En los territorios de Galilea y Perea, Herodes
Antipas colaboró tan estrechamente con Tiberio que no dudó en
fundar en su honor una nueva ciudad, a la que puso como nombre
Tiberíades.
Jesús,
en su contexto histórico
Todas
las fuentes históricas sobre Jesús de Nazaret se encuentran en
textos que se escribieron años después de su crucifixión, como los
Evangelios canónicos. El más antiguo es el llamado Papiro P 52, que
contiene un fragmento del Evangelio de Juan, del año 125. Estas
fuentes aseguran que la vida pública de Jesús se inició con su
bautismo por el predicador Juan el Bautista en el río Jordán,
convirtiéndose desde entonces en el líder de la primera comunidad
cristiana. Acompañado por un grupo de fieles, entre los cuales se
encontraban los doce apóstoles, Jesús recorrió Galilea y las
regiones aledañas transmitiendo un mensaje de esperanza a los
desposeídos, marginados y pecadores. Posteriormente, según cuentan
los Evangelios, el nazareno se trasladó a Jerusalén para celebrar
la Pascua con sus discípulos, donde fue aclamado como un rey por la
multitud. “He aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un
asno”.
Estos
textos cuentan la visita de Jesús al Templo de Jerusalén, donde
expulsó a los cambistas y comerciantes, y la celebración de la
Última Cena junto a sus apóstoles, durante la cual predijo que
sería traicionado por uno de ellos, llamado Judas Iscariote. Los
textos de los evangelistas también hacen referencia a otros
capítulos de la vida de Jesús, como su subida al monte a orar,
cuando algunos de sus apóstoles contemplaron la transfiguración de
su maestro y la aparición de las figuras de Moisés y Elías,
mientras se oía una voz celestial que decía: “Este es mi Hijo
elegido. Escuchadle”.
En
el año 26, cuando Tiberio nombró a Poncio Pilatos gobernador de
Judea, Juan el Bautista andaba predicando en las plazas y el Templo
de Jerusalén la próxima llegada del reino de Dios y del
Apocalipsis, una revelación del fin del mundo y de la llegada del
nuevo mesías que Jesús adoptó con un cambio sustancial: “El
reino de Dios ya ha llegado y se encuentra entre nosotros aquí y
ahora”. “Aquella modificación fue esencial para lo que vino
después. Si el mensaje del Bautista era apocalíptico, el de Jesús
era de felicidad y de liberación”, afirma Armand Puig, profesor de
Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de Cataluña y autor de
Jesús, una biografía. Mientras el nuevo mesías predicaba sus
enseñanzas en Galilea, el tetrarca de ese territorio, Herodes
Antipas, cometió el error de contraer matrimonio con una medio
sobrina suya, llamada Herodías, lo que desató el escándalo entre
los judíos, que veían con malos ojos una relación que consideraban
incestuosa. En el Evangelio de Marcos se dice que Juan el Bautista
condenó también la conducta de Herodes, por lo que su joven mujer
exigió la ejecución de aquel incómodo predicador, a lo que accedió
el tetrarca de Galilea. Según Marcos, Herodes ordenó la
decapitación de Juan, cuya cabeza le fue entregada a Herodías en un
plato. El historiador judío Flavio Josefo cuenta asimismo esa
ejecución en Antigüedades judías, una obra en la que el autor
trata de demostrar que el pueblo hebreo es el más antiguo de todos
los existentes y en la que aparece de pasada la figura de un
personaje llamado Jesús. Los romanos, que no querían intervenir en
cuestiones religiosas en los territorios ocupados, así lo
permitieron.
Un
mensaje subversivo
Pero
pronto se arrepintieron de su decisión, tal y como recoge un edicto
imperial descubierto en Nazaret hace unos años, cuyo texto desvela
las penas de muerte que impusieron los romanos a los violadores de
tumbas en Palestina. La dureza de esas disposiciones se ha
relacionado con la sustracción del cadáver de Jesús de su tumba
tras su crucifixión. A los romanos les debió coger desprevenidos la
propagación del mensaje de que ese supuesto mesías había
resucitado, lo que podía dar lugar a tumultos y sublevaciones en la
región.
En
un intento de frenar casos similares en el futuro, las autoridades
imperiales decidieron castigar severamente el robo de cadáveres en
Judea. Según el Nuevo Testamento, la persecución de los primeros
cristianos comenzó poco después de la supuesta resurrección de
Jesús. El principio cristiano de que él era el único “señor de
señores” y “el único Dios verdadero” fue percibido por los
romanos como una rebelión política contra el Imperio.
Otras
ideas que predicaban los apóstoles y sus seguidores también fueron
vistas como una amenaza para el orden social romano. La creencia de
que “todos somos hijos de Dios” y el alegato contra la riqueza y
las prácticas comunistas de los primeros cristianos, que ponían a
disposición de la comunidad todos sus bienes cuando entraban a
formar parte de ella, chocaban frontalmente con la sociedad romana,
cuyos pilares eran el esclavismo y la defensa de la propiedad
privada. A los cristianos les perjudicó en principio que su fe se
extendiera tan rápidamente entre los humildes y los que sufrían
injusticias, cuyas filas componían la mayor parte de la población
del Imperio. Roma no estaba dispuesta a tolerar una religión que
preconizaba a voz en grito la igualdad entre los seres humanos, un
principio que podía alentar la sublevación, al señalar como
culpables de esa desigualdad social a los más poderosos y
privilegiados de Roma.
De
Calígula a Claudio
Sin
embargo, no hay pruebas documentales de que Calígula, sucesor de
Tiberio, reprimiera a los cristianos que vivían en la capital o en
otros territorios imperiales.
De
lo que sí dejaron constancia los historiadores Tácito y Suetonio
fue del comportamiento disoluto y perturbado de este emperador, al
que acusaron de ser un hombre profundamente cruel y desequilibrado,
cuyas orgías sexuales y relaciones incestuosas con sus hermanas
escandalizaron a toda Roma. Hartos de sus arbitrariedades, los
componentes de la guardia pretoriana acabaron con él y declararon
emperador a su tío Claudio. En aquellos días turbulentos, los
barrios de Roma incrementaron su población con la llegada de judíos,
negros africanos, germánicos, griegos, sirios y otras gentes
provenientes de los rincones más recónditos del Imperio.
A
ese crisol de pueblos se unieron los judíos cristianos, que en el
año 49 fueron expulsados de la capital del Imperio por provocar
graves disturbios en sus calles. En sus escritos, Suetonio recuerda
que los tumultos comenzaron cuando los cristianos anunciaron que
Jesús, el hijo de Dios y por extensión la encarnación de Dios
mismo, iba a inaugurar una nueva era para la humanidad. Esa proclama
chocaba de frente con el arraigado monoteísmo del pueblo hebreo, lo
que provocó enfrentamientos entre las familias ortodoxas judías y
las comunidades cristianas. Aquel conflicto llegó a su fin cuando el
emperador ordenó la inmediata expulsión de los cristianos de la
ciudad.
Roma
se hace cristiana
La
presencia del cristianismo en el Imperio comenzó a ser muy visible
en el siglo II. Roma solía respetar los dioses de los territorios
que iba ocupando, siempre que los creyentes respetaran a su vez las
instituciones imperiales y se mantuvieran al margen de disturbios.
Pero la insólita pureza de los ritos cristianos, incomprensibles
para la mentalidad romana, y la difusión de su fe entre los esclavos
y libertos, que la convirtieron en una amenaza para el orden social,
provocaron momentos de gran tensión que desembocaron en
persecuciones. La espectacularidad de los castigos a los cristianos,
que murieron a miles en el circo devorados por fieras salvajes, y su
actitud estoica ante la muerte contribuyeron a difundir su religión.
Con
el paso del tiempo, esta fe fue cobrando poder entre las clases
privilegiadas. Fue en torno al año 311 cuando el emperador
Constantino autorizó oficialmente el nuevo credo, que pronto pasó
de ser perseguido a perseguidor de las religiones paganas, bajo el
pretexto de defender la pureza de la fe y velar por las almas de los
romanos.
Realidad
y mito en torno a Nerón
Tras
la muerte de Claudio, el cetro imperial pasó a manos de Nerón, el
último emperador de la dinastía Julio-Claudia. Gracias a los
historiadores romanos, su imagen cantando un poema mientras observaba
a Roma en llamas ha quedado en la memoria colectiva como paradigma de
la frivolidad y la maldad. Pero las crónicas de los historiadores
romanos no siempre responden a la verdad histórica. El drama se
produjo el 19 de julio del año 64, cuando se desató un incendio en
el Circo Máximo que se expandió velozmente destruyendo buena parte
de la ciudad.
Pronto
corrieron rumores de que el fuego había sido provocado por el propio
emperador, cuyo sueño era destruir la antigua Roma para construir
sobre sus ruinas Nerópolis, la nueva capital del Imperio. Pero Nerón
no fue un pirómano, sino el emperador que reaccionó al desastre
actuando con diligencia para paliar los efectos devastadores del
fuego. Entonces, ¿quién fue el culpable? Algunos historiadores
afirman que la devastación de Roma por las llamas fue accidental y
que fue el emperador quien buscó un chivo expiatorio para acallar
las voces que lo señalaban. Y el mejor chivo expiatorio que tuvo a
mano Nerón fue la comunidad cristiana que vivía en la capital, a la
que acusó de haberlo provocado. Al menos eso es lo que creíamos
gracias a los escritos de los historiadores Cornelio Tácito y
Suetonio, quienes narraron a comienzos del siglo II la cruel
represión que sufrió la comunidad cristiana tras el incendio de
Roma.
Sin
embargo, investigaciones publicadas en 2015 parecen demostrar que
aquellas persecuciones, en las que se sentó la base del martirologio
cristiano, fueron un mito. Esa es la hipótesis que defiende Brent D.
Shaw, catedrático de Historia Clásica de la Universidad de
Princeton (New Jersey, Estados Unidos), cuyas conclusiones pueden
alterar la visión que tenemos de los primeros cristianos. Este
profesor cree que las persecuciones se produjeron tras el incendio,
aunque no fueron dirigidas contra los cristianos, que en aquel
entonces eran muy pocos y no amenazaban la paz social. La vinculación
de estos con la destrucción de Roma se produjo posteriormente, en
torno al año 100 de nuestra era.
Al
construir el relato de los orígenes de su fe, autores cristianos
como Eusebio culparon a Nerón del asesinato de miles de fieles,
haciéndose eco de las críticas que sufrió el emperador por parte
de las élites romanas de la época, que lo habían descrito como una
persona perversa y maligna.
En
realidad, el martirio de los cristianos se produciría más tarde,
con los emperadores Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio
Severo, Decio y Diocleciano. Fue este último el que puso en marcha
la gran persecución, también denominada Era de los Mártires (año
303), durante la cual se destruyeron los templos cristianos y se
asesinó a miles de fieles a lo largo y ancho del Imperio; entre
ellos, al diácono Román de Antioquía, al que le amputaron la
lengua antes de ejecutarlo. Aquella sangrienta etapa concluyó cuando
Constantino autorizó el culto cristiano en torno al año 311 de
nuestra era.
Fuente:
https://www.muyinteresante.com/historia/31892.html